Érase una vez una flor que crecía en un viñedo de la Ribera del Duero, en el pueblo de La Horra. Era una flor muy bonita, de color rojo intenso y aroma dulce. Le gustaba mirar las uvas que colgaban de las cepas viejas de Tempranillo, Graciano y otras variedades, y soñaba con convertirse algún día en vino.
Un día, cuando las uvas estaban maduras y dulces, llegaron unos vendimiadores que las recogieron con cuidado y las llevaron a una bodega llamada Pingus. Allí las estrujaron y las mezclaron con agua caliente para extraer el azúcar. Luego las hirvieron con unas flores llamadas lúpulo, que les dieron amargor y aroma. Después las dejaron reposar con unas levaduras, que transformaron el azúcar en alcohol y gas. Así nació el mosto, el jugo del vino.
Pero la flor se quedó sola en el viñedo, triste y aburrida. No quería marchitarse sin haber cumplido su sueño. Así que decidió escaparse y seguir el rastro de las uvas. Se subió a una abeja que pasaba por allí y le pidió que la llevara a la bodega. La abeja aceptó y voló con ella hasta Pingus.
Allí la flor se coló por una rendija y entró en la sala donde estaban los toneles de madera de roble francés y americano, donde el mosto estaba madurando para convertirse en vino. La flor se asomó a uno de ellos y vio el líquido ámbar oscuro, con una espuma cremosa y consistente. Le pareció tan bonito que quiso formar parte de él. Así que se soltó de la abeja y se lanzó al tonel.
Cuando cayó al mosto, sintió un cosquilleo en sus pétalos. El mosto la acogió con cariño y le dijo que era bienvenida. La flor le contó su sueño de convertirse en vino y el mosto le dijo que podía ayudarla. Le explicó que él también tenía un sueño: convertirse en Flor de Pingus, un vino especial, elegante y potente, con sabor amargo y seco, con notas de malta tostada y lúpulo floral. Le dijo que para conseguirlo tenía que pasar 18 meses en el tonel, absorbiendo los aromas y sabores de la madera. Le dijo que si quería podía acompañarlo en ese proceso.
La flor aceptó encantada y se quedó con el mosto en el tonel. Durante esos 18 meses, los dos se hicieron muy amigos y compartieron sus experiencias, sus sensaciones, sus secretos. La flor le dio al mosto su color rojo intenso y su aroma dulce. El mosto le dio a la flor su alcohol, su gas y su amargor.Los dos se transformaron juntos en vino Flor de Pingus.
Un día, llegó el momento de embotellar el vino. El vino salió del tonel y entró en una botella de cristal transparente. La flor salió con él y se quedó pegada a la etiqueta, donde se podía ver una imagen de un cuadro de Joan Miró, que reflejaba la frescura, la modernidad y la versatilidad del vino. El vino le dijo a la flor que no se preocupara, que siempre estarían juntos.
Luego la botella salió de la bodega y entró en una caja junto con otras botellas iguales. La caja salió de Pingus y entró en un camión, que la llevó por carreteras y autopistas hasta los almacenes y las tiendas. Allí la compraron muchas personas que querían disfrutar de una bebida natural, saludable y deliciosa. La llevaron a sus casas, a sus restaurantes, a sus bares. La abrieron con cuidado y la sirvieron en unas copas anchas y altas. La vertieron lentamente, formando una capa de espuma cremosa y consistente. La olieron con deleite, apreciando su aroma intenso y equilibrado. La saborearon con placer, sintiendo su sabor amargo y seco, con notas de malta tostada y lúpulo floral. La acompañaron con comidas picantes, carnes asadas, ahumadas o a la brasa, quesos curados o embutidos. La compartieron con amigos, con familiares, con parejas. La brindaron por la vida, por el amor, por la felicidad.
Así fue el viaje de la flor del vino Flor de Pingus, desde el viñedo hasta la copa. Un viaje lleno de aventuras, de transformaciones, de sensaciones. Un viaje que aún no ha terminado, porque cada vez que alguien abre una botella de este vino, empieza una nueva historia.